Muchas cosas podrían decirse del querido Juan Carlos Gené, pero decidimos homenajearlo compartiendo con ustedes una de sus reflexiones sobre el hombre, la vida, la historia y el teatro.
Teatro: Muerte y resurrección
Por Juan Carlos Gené
Las palabras "historia" y "teatro" se
repelen en buena medida: en la misma medida en que lo inequívocamente teatral,
no puede ser historiado; por la misma razón que el hombre como tal no puede
serlo. La historia, ciencia documental, construye sobre los restos materiales
de la vida. Y de la vida en sí misma, materialmente nada queda. Sobre aquellos
restos, la historia puede aproximarse a título de hipótesis a aspectos
parciales de la vida del pasado, a veces incluso monumentales, pero no por
tales menos parcializados. La vida como tal, individual o colectiva, la vida
que lo es porque está inevitablemente destinada a la muerte, nunca volverá a
ser; y toda reconstrucción de aquello que fue será sólo una sombra vaga, un
indicio de difícil o imposible interpretación, a partir de restos materiales
que a menudo ocultan con obstinado silencio, mucho más de lo que revelan.
Los hombres nos sabemos condenados al olvido. Recordamos a
nuestros padres; frecuentemente a nuestros abuelos; algunos, quizá, a algún
bisabuelo; pero la cuarta generación que nos precedió, en el mejor de los
casos, será algún vago nombre para nosotros, sin rostro, sin cuerpo,
inexistente. Y no quiero redundar en la conciencia del hombre de su vida para
la muerte; ni en los colosales esfuerzos que en la historia los hombres han
hecho para perdurar, para conjurar (inútilmente, por supuesto), el implacable
olvido.
Esta reflexión con mucho de lugar común (como me apresuro a
reconocer), intenta referirse al teatro, a lo que considero su finalidad y
sentido más profundo y a lo que, también pienso, lo mantiene presente y activo
aún en un mundo tan hostil a su estructural incompatibilidad con él.
El actor es el teatro. El territorio específico del teatro
lo crea ese hombre en situación de representación ante el espectador. Y ese
fenómeno, como el fenómeno humano del que forma parte, no puede ser historiado.
No sólo muere con él el teatro que realizará; cada instante transcurrido de su
representación, no vuelve a repetirse, porque está vivo y la vida es irrepetible;
y la representación de mañana no será la de hoy pues la de ayer ha muerto. Otro
lugar común, lo sé. Pero el saberlo y repetirlo, no cambia ese clima de última
representación de una temporada, cargado de excitación melancólica porque la
muerte va a sobrevenir definitivamente. Eso podría explicar la costumbre
(detestable para mi gusto), de gastar bromas a veces pesadas en el escenario
durante esa función: una forma de conjurar la angustia frente a ese telón que,
como una lápida, caerá pronto por última vez.
Pero esa extraña, paradójica, compleja criatura que hace el
teatro, ¿quién es o qué es? En primer lugar, como todo ser vivo, alguien a
quien se colocó, al lanzarlo al torrente constante de la vida, la máscara de la
persona, del individuo. Y quien comete, por supuesto involuntariamente, el
pecado original de nacer individuo, morirá. La vida, como fenómeno total, no
cesa; el individuo enmascarado de tal, sí. Y ese individuo que llamamos hombre,
existe entre la aparición de esa máscara y su disolución en la muerte.
Es en ese lapso que está vivo eso que morirá: un cuerpo. El
hombre es un cuerpo, si bien dotado de misteriosos atributos, de funciones
superiores complejísimas dentro del orden de la evolución, que la ciencia aún
no ha podido penetrar. Y esas funciones, que llamamos espirituales, necesitan
un cuerpo en el cual manifestarse.
El actor, el hombre, es entonces un cuerpo. Y el teatro, por
ende, es cuerpo. La más abarcadora de sus definiciones, el arte del ser humano en el espacio, coloca a ese cuerpo que es el hombre, en
el centro mismo del teatro. Ese cuerpo sensible, pensante, imaginante y en
permanente agonía, es el hombre, el ser que a través de esas funciones puede
representarse su propia muerte; como puede imaginar el infinito y la eternidad
siendo por eso, en su finitud, la más desgraciada de las criaturas. Y la más
paradójica, porque es precisamente esa conciencia de la muerte lo que hace de
él un hombre.
Intuición o fantasía (¿no es acaso la imaginación una forma
de conocimiento, quizá la única posible, de lo inefable?), ese cuerpo también
se ha soñado inmaterial y alado: el mito de los ángeles fue expresado por la
iconografía cristiana como cuerpos eternamente jóvenes dotados de alas. Intuyó,
le fue revelado o imaginó, que Dios mismo tomó un cuerpo como él, murió y
resucitó. Y ese mito deslumbrante permitió a los creyentes, los tan
imaginativos cristianos, como decía Nietzsche, esperar su propia resurrección
que el lenguaje litúrgico designa sin titubeos como resurrección de la carne. El hombre, pues, no
puede imaginarse vivo y sin cuerpo. Porque él es ese cuerpo.
Cuerpo. Materia. Una materia que algo tan inexplicable como
asombroso y que llamamos espíritu, organiza en grados más y más complejos. Una
materia de la misma inasible realidad que toda la universal materia, a quien al
afirmar el principio de
incertidumbre, la
ciencia contemporánea define como algo que de ninguna manera podemos llegar a
saber qué es. Cuerpo-misterio.
El teatro es, entonces, el arte del misterio humano por
excelencia. Porque se desarrolla por la convocatoria de unos hombres a otros,
para que presencien aquellos cuerpos accionando una ficción de vida, en nada
parecida a la vida, pero metaforizada en acciones poéticas y, por lo tanto,
simbolizada. Los hombres se juntan para contemplarse viviendo, como de ningún
modo pueden nunca contemplarse a sí mismos viviendo. Presencian, durante un
tiempo preciso y más o menos previsto, que empieza y termina, ese símbolo vivo
de su propia existencia, dotado de varias cualidades que ésta posee: es también
un breve lapso de vida entre la nada previa y la nada posterior; la chispa
insignificante entre dos oscuras y largas noches de que nos habla Shakespeare;
se alza el telón y la vida nace, baja y sobreviene la muerte; ese momento vivo
nunca volverá a repetirse. Y es demasiado sabido que su carácter de vivo da al
teatro su vigencia y lo hace insustituible; mucho más porque en esa ficción
artística de vida, esos cuerpos actorales llenos de energía celebran un
desborde vida inhabitual: los grandes personajes, encarnados por grandes
actores, componen un fenómeno siempre inédito que asombra como nos asombraría
ver irrumpir vivo y palpitante a un centauro (torso, cabeza y brazos humanos,
tronco y patas poderosas de caballo).
Y al citar ese mito, recuerdo que los centauros tienen
sangre de dioses; y que son dioses disfrazados algunos animales que realizan
entre los hombres correrías inconfesables; los dioses actúan, hacen el papel de animales con diversos
fines; hasta se caracterizan de algo tan poco asociable con la lujuria y tan
inofensivo como un cisne, para encontrarse en bienaventurada lujuria con la
atractivísima Leda. Y esos mitos, que preceden como fundamentos culturales a la
aparición del teatro, ya intuyen y anticipan la acción de los dioses en la
teatralidad. Cuando el teatro se desprende como fruto maduro del ditirambo
dionisiaco, es el dios mismo quien protagoniza esta creación. Y se trata de Dyonisos,
precisamente el dios que hace brotar la vida y la alegría.
Si Esquilo, siglos después, crea el segundo personaje tras
el primero que Tespis se atreviera a desprender del coro para confrontarse con
el corifeo, debe haberlo hecho, según pienso, porque había ya nacido esa raza
de monstruos pletóricos de energía vital que fueron y son los actores. Y monstruos es el término que a menudo la tradición
utiliza para designar a los grandes actores: monstruos como los cíclopes, los
centauros, los faunos.
Observamos que esos mitos ya cargados de cierta energía
teatral, implican también sueños humanos de transformación del cuerpo: gigantes
con un solo ojo potentísimo; la inteligencia, la imaginación y la sensibilidad
del hombre en un cuerpo equino poderosísimo; una inagotable, fabulosa (caprina)
potencia sexual, en un hombre con toda la barba que es, además, eximio
flautista. Mitos corporales de poder, de los cuales quizá el más moderno y
superlativo es el hombre invisible. Entre aquellos mitos griegos y esta
modernidad, la platónica experiencia cristiana, ya lo vimos, generó mitos
angélicos y de resurrección.
La obsesión del cuerpo, que es la obsesión del yo, y la
convicción de su finitud, pienso, crearon el teatro. Un arte donde la obra
artística es el propio cuerpo actoral que, celebrando la vida con todos sus
espantos, regocijos, homicidios y burlas, con toda su grandeza y su ridículo,
intenta conjurar a la muerte, de esa impotente manera humana de hacerlo. Y en
la repetición de mañana de esa misma irrepetible representación de hoy, queda
implícito el mito de la resurrección: la esperanza con respecto a la representación
de mañana la conocen muy bien los actores, sobre todo cuando la de hoy no
resultó con demasiado vuelo: sueñan la próxima, con frecuencia, maravillosa y
llena de inspiración, transfigurada y luminosa como un cuerpo emergente de la
muerte que retoma a una vida de insospechada belleza.
El teatro es celebración de la vida, de esa vida que se
acepta y se valora superlativamente porque se la sabe sujeta a la muerte. Es la
creación humana que intenta mirar a la muerte, esa Gorgona que nadie puede mirar
de frente, a través del espejo mágico que reduce a la impotencia y toma
inofensivos esos ojos vacíos y oscuros de la condena de quien nació con la
máscara de la individualidad. Un rito humano pleno de entereza que nada
pretende perpetuar porque es efímero en sí mismo, muere a diario; y muere
definitivamente cuando los que crean corporalmente, los actores, se disuelven
corporalmente en sus sepulcros.
Del teatro sólo quedan documentos, tan poco fiables como lo
que los críticos escribieron sobre quienes lo hacían y cómo a su criterio lo
hacían; o tan formidables pero tan literarios como la monumental literatura
dramática que los dramaturgos escribieron, precisamente porque esa raza de
monstruos de vitalidad, los actores, existió. Los dramaturgos la proveyeron de
su poderosa verbalidad, pero el verbo de quienes ayer los verbalizaron, ya no
resuena.
Al mencionar a la palabra, nos confrontamos con esa
formidable función corporal de comunicación que, junto con el cerebro y la mano
con pulgar en oposición crearon al hombre. Y el lenguaje hablado continúa
siendo una de las grandes incógnitas de nuestra naturaleza. Es precisamente
sobre ese milagroso atributo, que la gran tradición dramatúrgica de occidente,
creó un teatro para ser encamado por los actores. Los grandes personajes por
ellos creados accionan por una frondosa verbalidad, a punto tal que puede
decirse que no hay gran personaje sin esa fecunda, significativa, conmovedora
habla que en el teatro occidental ha expresado no sólo pasiones sino también
ideas, las ideas que en cada momento de la historia contribuyeron a
interpretarla, y triunfalista postmodernidad, asistimos al desprestigio de las
ideas y de la palabra que las expresa. Y el teatro refleja esta crisis de la
cultura. Pero como dijo Nicanor Parra en la apertura del último Festival de
Teatro de las Naciones de Santiago de Chile, el cadáver de Marx aún respira. Las ideas están sólo en hibernación,
porque renunciar a las ideas es tanto como renunciar a los atributos humanos: a
la mente, al pulgar en oposición, al lenguaje; es rebajar la condición humana
reorientándola hacia el camino de la animalidad. Y la herencia del gran teatro
transmite también el verbo, las ideas, la humanidad plena.
Los grandes actores que las hicieron resonar ya no viven,
viven otros a quienes cabe tomar la herencia y continuarla. Ningún otro arte
asume con tan generosa aceptación de su finitud, la cadena hereditaria de las
generaciones artísticas. Más allá de las agresiones del tiempo, las obras de
arte plásticas fueron creadas con intención de perennidad y duran siglos y
hasta milenios; las composiciones musicales, como las literarias pueden durar
aún más y hasta siempre. El teatro, en cambio, acepta su propia muerte y
celebra la vida que cobra por aquella su verdadero sentido.
Es un rito de exaltación de la materia, de su misterio y
espiritualidad, centrado en el cuerpo material del hombre, tan material y
misterioso que vive, se vive, se siente vivir y se imagina muriendo, con la
certeza de que ese temor imaginado es su única certeza. Tan material que sueña
y vuela; tan material que suele no saber quién sopló en su oído esa portentosa
buena nueva: resucitarás de la muerte. Y aunque su razón y todas las evidencias
lo nieguen, sólo con esfuerzo puede desechar un mito creado por la cultura en
la que vive.
Si el teatro de occidente nace con Europa en la Edad Media , cuando el
mito tenía una vigencia vigorosa y el mundo estaba poblado de misterios y de
portentos, adquiere su forma acabada en el Renacimiento: la
greco-judeo-latinidad había generado una cultura que por todos sus ángulos
otorgaba al hombre un rol de extraordinaria dignidad: por un lado un semidiós,
desafiando a los mismos dioses, había entregado a los hombres el fuego; por el
otro, el Dios único e inaccesible había tomado un cuerpo y se había sometido a
la muerte de los hombres y había resucitado.
En el teatro de occidente palpitan, quizá como en ningún
otro testimonio de la cultura, los elementos de esta formidable concepción del
hombre. De ese mistérico cuerpo que celebra su vida ante una asamblea de
cuerpos arrebatados por la vitalidad sorprendente de aquello que en escena está
ocurriendo. ·
Celebración de la vida, fiesta del cuerpo; reflexión activa
sobre la muerte que otorga a la vida su precioso valor; arte del ser humano
total, el teatro es el testimonio artístico más firme de la gran dignidad del
hombre.
Fuente: Télam
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